Decían que amar era volar. Nos conocimos por casualidad, por
probar una nueva línea aérea y la curiosidad de unas risas compartidas. En
tierra pasamos de largo la puerta de embarque y no nos dimos cuenta del
despegue. Viajábamos a velocidad de crucero en un cielo de sábanas blancas y
gemidos. Dejamos que la pasión pusiera el piloto automático y volcamos las
manos en otras batallas. El vuelo fue precioso, por fin un acompañante de
vuelo. Mucho peor el aterrizaje. Desatendimos las normas en caso de
fallo y sin chaleco salvavidas nos ahogamos en un mar de dudas. Llegó un
momento en que empezamos a viajar a 600 malentendidos por hora. No hará falta
buscar la caja negra entre el fuselaje para conocer las razones de nuestro
fracaso. Supongo que tenía razón esa canción que hablaba de que un hombre
y una mujer son como aviones de papel: vuelan por un tiempo pero al final tiene que caer. Pero siempre hay más aeropuertos, siempre se puede aterrizar
de emergencia en otro presente, en otros ojos... Ahora que te tengo enfrente
quiero preguntarte si por algún casual aceptarías ser mi copiloto. Prometo que
volaremos. Ya negociaremos otro día el aterrizaje.